En un funcionamiento hormonal normal, la insulina se encarga de llevar los nutrientes que ingerimos a su destino, músculos, hígado o grasa. Mientras este proceso se está realizando, el nivel de glucosa en sangre va disminuyendo; permitiendo poco a poco el aumento de glucagón, quién va dando aviso que se precisa liberar energía que teníamos acumulada con el objetivo de mantener los niveles apropiados de glucosa en la sangre. Al mismo tiempo los niveles de hormonas anabólicas, IGF-1 y testosterona van indicando que porcentaje de esas calorías consumidas van destinadas a los músculos y las grasas.
Este estado hormonal equilibrado cambia cuando tenemos una sobrealimentación. Y podemos destacar dos posibles casos de sobrealimentación con diferencia bien marcadas.
En el caso en que tengamos una sobrealimentación con proteínas, nuestro cuerpo utilizará los aminoácidos para las reparaciones estructurales y el excedente se transformarlo en glucosa por medio de la gluconeogénesis (proceso de generación de glucosa). En principio seguiríamos funcionando de manera equilibrada. El alto nivel saciante de las proteínas debido a las PYY liberadas en el estómago no nos permiten excedernos demasiado. Pasado un tiempo y superando un cierto umbral de sobrealimentación, se produce una enfermedad bautizada como “muerte por hambre de conejo” descubierta por los primeros colonos de Norteamérica que se alimentaron a exclusivamente de conejos salvajes cuya carne era nula en grasa y carbohidratos. Esta enfermedad les provocaba pérdida de masa muscular, letargia y diarrea. Si bien es difícil llegar a este nivel de exceso, es recomendable que con alimentación alta en proteínas complementemos con algunas frutas, vegetales y grasas.
Cuando la sobrealimentación es a base de carbohidratos, las cosas se complican un poco más. Como sabemos el glucógeno se almacena en los músculos y el hígado, mientras que el exceso se transforma en grasa. Específicamente se generan unos paquetes de sustancias donde podemos resaltar una grasa saturada de cadena corta llamada ácido palmítico (PA), que puede utilizarse como combustible. El PA tiene un efecto sobre la sensibilidad a la leptina y un exceso genera que el hipotálamo (región del cerebro) se torne resistente a esta hormona; repercutiendo en una distorsión a la señal de saciedad. Sentimos hambre a pesar de que no necesitamos comer y los niveles de glucosa en sangre están altos.
Ahora la insulina empieza a detectar estos niveles altos de glucosa y comienza a distribuirlos nuevamente, pero ya los músculos y el hígado no pueden recibir más glucógeno porque están a tope, como mucha glucosa en sangre es tóxica, se segrega más insulina obligando a los músculos, el hígado y las células grasas a recibir de igual manera el glucógeno. Poco a poco los tejidos empiezan a generar una resistencia a la insulina, por lo que para el proceso se requieren niveles más altos de insulina, entrando en un bucle.
El problema es serio, una vez que este estado de resistencia a la insulina alcanza todo el organismo, el hígado se ve sobrepasado y la glucosa en sangre se convierte en grasa a tal velocidad que las células grasas no llegan a pasar por el torrente sanguíneo; y se acumulan en el hígado, desatando el famoso hígado graso.
Para colmo de males la señal de falta de insulina sigue encendida; el cuerpo piensa que estamos en un peligro y activa al cortisol (la hormona del estrés) porque “tenemos un bajón de glucosa en sangre”. Con la señal de peligro activa, los órganos comienzan a generar glucosa mediante el proceso de gluconeogénesis consumiendo nuestros propios músculos para generar algo que en realidad tenemos en exceso. El problema es que los azúcares en el cuerpo siempre reaccionan formando productos finales avanzados de glicación (AGE) que producen daños en enzimas, ADN y receptores hormonales en las células, algo que notamos como señales de envejecimiento. Niveles tan altos de glucosa generan niveles más altos de AGE deteriorando rápidamente nuestras células
Imaginemos que nos mudamos de un pueblo muy tranquilo a una gran ciudad; al principio estaríamos atentos a todos los ruidos, nos costaría mucho trabajo dormir y comunicarnos con los demás, pero con el tiempo nos vamos acostumbrando hasta que casi no percibimos el barullo exterior. Algo similar ocurre con nuestra sensibilidad hormonal. Y esta pérdida de sensibilidad hormonal se refleja en una acumulación excesiva de grasa abdominal y por lo visto esta sería la consecuencia mas benigna.
Los carbohidratos en exceso, y sobre todo los alimentos ultraprocesados los cuales están químicamente modificados para saltarse las respuestas hormonales de tanque lleno, para que consumamos mas y mas beneficiando a la industria alimenticia, nos llevan a estos desequilibrios que pueden terminar con las consecuencias que describimos en los párrafos anteriores. Evitarlos lo máximo posible y manteniendo un buen control del estrés es lo que nos daría el empujón fundamental para mantener el equilibrio hormonal que mantiene nuestra salud en óptimas condiciones.